No me acuerdo de la primera vez que nos vimos, tampoco qué
llevabas puesto o qué me había puesto yo.
Ni si quiera me acuerdo de por qué empezamos a hablar ni por
qué me hablaste de amor.
No me acuerdo de la
primera vez que te bloqueé por tus bromas estúpidas ni la primera vez que me
bloqueaste tú por hablar mal de mí misma para luego hablarnos por todos los
grupos que teníamos en común y pedir al otro que nos volviese a hablar, porque
no aguantábamos más de dos minutos sin hablar.
No me acuerdo de las veces que me dijiste “te quiero” antes
de irte a dormir, ni de cuántas veces me abrazaste mientras lloraba porque no
me gustaba a mí misma.
No me acuerdo de por
qué empezamos a tomar la rutina de hablar todos los sábados hasta las tres de
la mañana y quedar todos los domingos por la tarde, aunque no hiciésemos nada,
simplemente nos sentábamos en tu cama y hablábamos durante horas o veíamos una
película (que siempre elegías tú para luego pedirme perdón espachurrándome en
un abrazo contra la cama cuando era demasiado mala).
No recuerdo por qué
empezamos a quedar en el banco de enfrente de tu casa, que terminamos tomándolo
como nuestro cada día soleado.
No recuerdo por qué nos empezó a gustar la misma música y
por qué empecé a asociar canciones contigo (es lo peor que pude a hacer).
No sé bien por qué te
puse un apodo y tú no pudiste encontrar uno para mí que no fuese demasiado
cursi, hasta que me empezaste a llamar “amor” y a mí se me derretía el corazón
(aunque fuese demasiado cursi).
Pero, ¿a quién pretendo engañar? Recuerdo perfectamente cada
detalle de cada momento mencionado antes. Me gustaba como era todo antes.
Antes. ¿No suena como si hubiese pasado una eternidad? A lo mejor es que estar
sin ti se me hace eterno. Pero tengo que seguir adelante aunque tus palabras
resuenen en mi cabeza como por arte de magia o aunque te vea pasar por mi lado
de su mano.
N.